Naturaleza. Índole de Domingo. Sus primero años
Los padres del jovencito cuya vida vamos a escribir fueron Carlos Savio y Brígida Agagliate, pobres pero honrados vecinos de Castelnuovo de Asti, ciudad que dista unos diez kilómetros de Turín. En el año 1841, hallándose en gran penuria y sin trabajo, se fueron a establecer en Riva, a tres kilómetros y medio de Chieri, donde Carlos trabajó en el oficio de herrero, que de joven había aprendido. Mientras vivían en este lugar, Dios bendijo su unión concediéndole un hijo que había de ser su consuelo.
Nacido éste el 2 de abril de 1842, recibió el nombre de Domingo, lo que, si bien parece indiferente, no fue sino muy digno de consideración, como más adelante veremos.
Cumplía Domingo dos años de edad cuando, por conveniencia de la familia, hubieron sus padres de ir a establecerse en Murialdo, arrabal de Castelnuovo de Asti.
Toda la solicitud de los buenos padres se dirigía a dar educación cristiana al hijo que ya desde entonces formaba sus delicias; el cual, dotado por la naturaleza de una índole dulce y de un corazón formado para la piedad, aprendió con extraordinaria facilidad las oraciones de la mañana y de la noche, que rezaba ya él solito cuando apenas tenía cuatro años de edad. No se apartaba ni un momento de su madre, y si alguna vez se alejaba de ella, era para retirarse a un rincón de la casa donde puediera rezar con mayor libertad.
“Pequeñito aún, afirmaban sus padres en esa edad en que los niños por irreflexión natural suelen ser para sus madres de gran molestia y trabajo, pues todo lo quieren ver y tomar, y a menudo romper, nuestro Domingo no nos dio el más pequeño disgusto. No sólo se mostraba obediente y pronto para cualquier cosa que se le mandaba, sino que se esforzaba en prevenir las cosas con las cuales sabía que nos iba a dar gusto y contento”.
Cariñosísima era la acogida que hacia a su padre cuando lo veía volver a casa después del trabajo. Corría a su encuentro y, tomándole de la mano o colgándose de su cuello, le decía:
-Papá, ¡qué cansado viene!, ¿no es verdad? Mientras usted trabaja tanto por mí, yo para nada sirvo sino para darle molestias; pero rogaré a Dios para que le dé a usted salud y a mi me haga bueno.
Y mientras esto decía, entraba con él en casa, le buscaba una silla para que se sentara, se entretenía en su compañía y le hacía mil caricias.
-Esto –dice su padre- era un dulce alivio en mis fatigas; de modo que estaba impaciente por llegar a casa para dar un beso a mi Domingo, en quien concentraba todos los afectos de mi corazón.
Nacido éste el 2 de abril de 1842, recibió el nombre de Domingo, lo que, si bien parece indiferente, no fue sino muy digno de consideración, como más adelante veremos.
Cumplía Domingo dos años de edad cuando, por conveniencia de la familia, hubieron sus padres de ir a establecerse en Murialdo, arrabal de Castelnuovo de Asti.
Toda la solicitud de los buenos padres se dirigía a dar educación cristiana al hijo que ya desde entonces formaba sus delicias; el cual, dotado por la naturaleza de una índole dulce y de un corazón formado para la piedad, aprendió con extraordinaria facilidad las oraciones de la mañana y de la noche, que rezaba ya él solito cuando apenas tenía cuatro años de edad. No se apartaba ni un momento de su madre, y si alguna vez se alejaba de ella, era para retirarse a un rincón de la casa donde puediera rezar con mayor libertad.
“Pequeñito aún, afirmaban sus padres en esa edad en que los niños por irreflexión natural suelen ser para sus madres de gran molestia y trabajo, pues todo lo quieren ver y tomar, y a menudo romper, nuestro Domingo no nos dio el más pequeño disgusto. No sólo se mostraba obediente y pronto para cualquier cosa que se le mandaba, sino que se esforzaba en prevenir las cosas con las cuales sabía que nos iba a dar gusto y contento”.
Cariñosísima era la acogida que hacia a su padre cuando lo veía volver a casa después del trabajo. Corría a su encuentro y, tomándole de la mano o colgándose de su cuello, le decía:
-Papá, ¡qué cansado viene!, ¿no es verdad? Mientras usted trabaja tanto por mí, yo para nada sirvo sino para darle molestias; pero rogaré a Dios para que le dé a usted salud y a mi me haga bueno.
Y mientras esto decía, entraba con él en casa, le buscaba una silla para que se sentara, se entretenía en su compañía y le hacía mil caricias.
-Esto –dice su padre- era un dulce alivio en mis fatigas; de modo que estaba impaciente por llegar a casa para dar un beso a mi Domingo, en quien concentraba todos los afectos de mi corazón.